Aquella
noche el local de siempre estaba extrañamente lleno. Por todas partes
anunciaban un gran concierto, un evento especial que no solía darse muy a
menudo.
“Mathew Evans, el famoso cantante de soul
estará esta noche con nosotros” dijo alguien desde el escenario. Un alarido de
fans histéricas sonó después.
Claro que yo había
escuchado ya aquel nombre, cientos de veces, además. Había visto miles de fotos
y no porque yo las buscara. Aquel hombre era asquerosamente famoso, pero no
quería grabar discos ni que nadie lo escuchara en otro momento que no fuese en
directo.
“Mi arte debe ser presenciado en directo y nunca diferido en CDs o internet” había dicho ya en alguna entrevista que había leído por casualidad.
“Mi arte debe ser presenciado en directo y nunca diferido en CDs o internet” había dicho ya en alguna entrevista que había leído por casualidad.
Decir que no me
despertaba cierta curiosidad, habría sido mentir, pero estaba segura de que si
no compartía su arte era porque era tan malo que necesitaba alimentar un mito
para que la gente fuera a escucharle. Una cara bonita, nada más.
Demasiado poco
interesante para mí, que trataba de hacerme un hueco en el mundo de la música,
hueco que ese fantoche me estaba quitando.
El local se volvió
oscuro de improviso y las fans gritaban histéricas, tan convencidas de que no
iban a ser defraudadas por su voz, que realmente me dieron pena.
Pero, de repente, un
foco se encendió en la mitad del escenario y allí estaba él. Me pareció el ser
más hermoso que había visto en mi vida. Su pelo negro caía por su cara de
pómulos ligeramente abultados, rostro alargado, nariz recta y mandíbula
cuadrada cubierta por una barba de varios días. Estaba sentado en una silla con
una guitarra en los brazos. Miraba al suelo. Parecía como si no se percatase de
que había casi cien personas mirándole en un abrumador silencio.
Y después comenzó a
cantar. Su voz, ronca y suave a la vez, me destrozó por dentro. Parecía como si
ni tan siquiera fuese humana y, sin darme a penas cuenta, vagué embelesada por el
eco de su voz durante los más de 5 minutos que duró la canción. No parecía ser
la única presa de un extraño encanto, pues en el local reinaba un silencio
sepulcral. Sólo eran él y la guitarra.
Pero la canción
terminó y desperté del trance en el que me encontraba. Me miró. Azul, intenso
azul en sus ojos. Me sentí mareada por la intensidad de esa mirada pero no pude
evitar avanzar hacia él. Avancé entre la gente, que por alguna razón que no
pude llegar a comprender pero que tampoco razoné, se apartó de mi camino.
Cuando llegué al borde
del escenario se agachó hacia mí, me tocó la cara y mientras me estremecía me
susurró al oído: “Espérame en el callejón cuando termine el concierto” e,
inmediatamente después, su música volvió a sonar.
Pero ya no tuvo en mí
aquel efecto. Ahora estaba nerviosa, inquieta y furiosa. No iba a encontrarme
con él, no iba a seducirme, no acudiría a su llamada como un corderito
hambriento. No era así.
YO era quien los
seducía a ellos, yo era quien concretaba las citas si es que me apetecía y era yo la que estaba muy por encima de cualquier
cantante que no quisiese que su música se escuchara.
Corrí hacia casa en
medio de la lluvia y me miré en el espejo. Mi aspecto no era el mejor del
mundo: Mi castaño pelo ondulado había quedado desordenado por la lluvia y mis
grandes ojos verdes mostraban una palpitante emoción que no estaba dispuesta a
reconocer. El carmín en mis labios estaba intacto, pero lo corrí con la mano.
Mi corazón latía sin
parar al recordarle y quería arrancármelo al no poder controlar ese asqueroso
traqueteo y me dije a mí misma, en parte para reconfortarme y en parte para
hacerme daño que no volvería a verlo jamás.
A la mañana siguiente
alguien me llamó por teléfono, por fin iba a dar aquel concierto en la sala
Acorde que tanto estaba esperando.
Pasé el resto del día
preparando mi voz para aquel, mi gran momento. Mi teléfono sonó algunas veces y
mi madre me llamó gritando “te llaman” otras tantas, pero las ignoré todas,
nada iba a estropearme eso.
A las diez de la noche
exactamente llegué allí. Me conocía la sala de memoria, había acudido allí
muchas veces a observar a otros. Como siempre, la sala estaba llena, y eso era
lo que había venido a buscar; que los demás experimentaran mi arte, que lo
disfrutaran y que lo apreciaran, y si era una gran masa de gente, mejor.
Sorprendentemente, no
estaba nerviosa. Tenía una clara seguridad en lo que hacía, nada podía fallar.
Me coloqué allí, en el escenario, el piano sonó y mi voz salió de mi boca casi
sin darme cuenta. Comencé a sentir mi música. Escuché algún murmullo, algún
gritito de asombro y eso sólo aumentó mi seguridad. Sonreí para mis adentros.
Nunca, jamás, habían escuchado algo como esto, de eso estaba segura.
De repente, la imagen
de Matthew Evans apareció en mi mente crispándome, “puede que él sea mejor que yo”, pensé. Como movida por algún
resorte, alcé la mirada y allí estaba él, contemplándome con una sonrisa en sus
labios. No era de encanto, como las de las otras personas, era de aprobación.
Parecía estar diciendo: buena chica. Quería destruirle, romperle, arrancarle
los brazos, destrozarle por completo.
Mi concierto terminó
entre aplausos y halagos, como yo ya esperaba. Bajé del escenario y miré mi teléfono. Tenía 30 llamadas perdidas
de mi madre, 10 de mi padre y 2 del servicio de emergencias. Asustada, salí a
la calle corriendo, en busca de algún taxi.
De improviso, unos
brazos me sujetaron por el cuello y por la cintura y me llevaron hacia algún
tipo de callejón oscuro y vacío. Enseguida supe quién me estaba sujetando y
quise patalear con fuerza para romperle entero. Di un grito y me agité violentamente
para zafarme de él, pero me tapó la boca con la mano apoyándome de cara a la
pared mientras él seguía detrás de mí. Me susurró al oído.
- Preciosa canción y
hermosa voz, April Kern. Debo decir que me has impresionado.
- Vete a la mierda
- Aunque la verdad, me
impresionó más el hecho de que no acudieras anoche y me gusta que me
impresionen.
Su aliento me hacía
cosquillas en la nuca y, contra mi voluntad, mi corazón latía con fuerza
intentando salir fuera.
- ¿Sabes? –dijo él –me
costó encontrarte. Busqué por media ciudad y encontré una niña que se parecía
bastante a ti, dijo que se llamaba Elina. Era realmente hermosa, pero no tanto
como tú. Lo sabes, ¿verdad? Es lo que más me gusta de ti, posees el don de ver
y crear lo bello, lo hermoso y eres muy consciente de ello.
- Elina… mi hermana –
dije asustada – ¿qué le has hecho a mi hermana?
- Me estás costando
mucho trabajo, April. Sé que no puedes aguantar por más tiempo, que ya casi has
sucumbido a mí, pero te resistes.
Por pura impotencia
quise llorar. Todas y cada una de las cosas eran ciertas. ¿cómo podía un
desconocido saber tanto de mí? Me preocupaba Elina y todas aquellas llamadas,
pero ya no podía aguantar más.
Di la vuelta y le miré
a los ojos y el observó los míos, recorrió mi cuerpo con la mirada y luego, sin
que se diera apenas cuenta me lancé hacia su boca. A pesar de todas las veces
que yo había hecho antes, nada pudo asemejarse a la pasión que se desencadenó
entre nosotros.
Sus caricias
conseguían enloquecerme y ver que él también perdía el control bajo las mías me
hizo sentir un excitante poder que no me sentí capaz de controlar. Aunque
embelesada, en mi interior seguía furiosa por haber caído en su juego, con lo
que, como venganza, arrastré mis uñas por su espalda, con toda la fuerza de la
que fui capaz, haciéndole largos arañazos. Él gimió todavía más excitado y se
deslizó hacia mi cuello.
Lo mordió mientras
arremetía contra mí y sentí un enorme placer, tanto que creí morir. Realmente
estaba muriendo, estaba robando mi vida, bebiendo mi sangre, pero lejos de
aterrorizarme, me excité todavía más, embelesada por completo como en una nube
de pasión.
De cuando desperté ya
no recuerdo casi nada. Estaba dentro de la sala de conciertos. Estaba oscuro. Había
gente que recordaba haber visto antes escuchándome, muchos de ellos muertos,
otros conmocionados apartados en un rincón. Había sangre, mucha por todas
partes. En el centro, subido en el escenario y alumbrado por un foco se
encontraba Matthew Evans que me miraba con una sonrisa.
- Bienvenida, mi
pequeña. Por fin has despertado.
A mi lado, colocado
estratégicamente estaba el diario local con mi casa en portada. “El famoso
médico Josehp Kern y su esposa encontrados muertos, sus hijas, April y Elina,
desaparecidas”
No hay comentarios:
Publicar un comentario